Los indecisos, un problema de lógica borrosa

Un analista político tan reputado como Ignacio Varela, en la víspera de las elecciones nos exhortaba en El Confidencial a olvidar lo que calificaba de «manido tema de los indecisos».

La reciente extensión de la práctica de acumular encuestas, tan exitosamente popularizada por el matemático Nate Silver en el New York Times hace unos años venía estableciendo «con seguridad» un resultado que en general se ha dado por inamovible en las últimas semanas.

Empero, a la hora de la verdad, los escaños han bailado de lo lindo, con cambios bien significativos, el más llamativo de los cuales quizás sea el del fracaso del sorpasso, sin olvidar el balón de oxígeno que de repente ha hecho flotar al hundido Rajoy.

Ahora, toca volver a decir que las encuestas se han lucido, y bien que lo merecen, sin duda, pero también es hora de preguntarse ¿cómo es que los analistas se las siguen creyendo tanto?

Los analistas políticos creen, como los expertos en encuestas preelectorales, que hay un suceso que predecir, el voto, y por eso insisten unos y otros en decirnos cuál va a ser el resultado de las elecciones una vez tras otra.

Que acierten más veces de las que se equivocan es algo que muchas personas ignoran, la mayoría está bien dispuesta a afirmar lo contrario en cuanto observa un yerro en el pronóstico, pero este hecho objetivo no basta para acreditar su capacidad predictiva, pues para ello sería necesario que una predicción «técnica» como la de las encuestas fuese claramente superior a una mera apuesta basada en datos diferentes a los de las encuestas.

En realidad, las encuestas quieren predecir algo que presuponen que se puede convocar antes de que suceda, concediéndole a un hecho futuro una presunción de existencia presente que se funda en un equívoco formal: se pregunta por el voto del mismo modo que se vota. Sobre este falso isomorfismo se asienta la mayor parte de la confusión de las encuestas preelectorales.

Los clasificados en las encuestas como «indecisos» han dado lugar a las más pintorescas averiguaciones acerca de qué pueda significar dicha posición, al final de las cuales podríamos situar, por uno de los caminos posibles, la observación de Varela sobre «el manido tema de los indecisos».

Esta vez, ni el Big Data nos ha librado de lo que quiera que sea que suceda en la deficiente verificación del isomorfismo encuesta-votación al que antes nos referíamos.

Y es que cuando lo que acumulamos son datos que se mueven alrededor de un valor central de un modo «normal» todo va bien, pero cuando acumulamos datos que tienen un sesgo sistemático, lo único que logramos es estar cada vez más seguros de algo que resultará ser falso.

¿Qué les pasa a las encuestas? Dos cosas: una, que pretenden una precisión que se puede alcanzar muchas veces pero que no se puede garantizar. La pretensión de abordar predicciones sobre la base del error de muestreo es quimérica y de hecho no funciona y hay buenas razones para ello. De ahí que los chefs que nos cocinan una elección tras otra exquisitos pronósticos aclaren rara vez cuál es la receta.

La segunda cosa es más interesante: el voto sólo existe en el acto de votar, para pasar a ser un objeto administrativo a continuación, que, como han comprobado amargamente muchos británicos, se escapa en ese mismo momento de las manos de los votantes. Y tiene una forma que no procede de ninguna evolución natural; es como es porque así lo dice la ley y la ley, al parecer, no se ha planteado que el voto sea como algo que el votante tenga previamente en la cabeza o en alguna otra parte, sino como conviene al proceso administrativo subsiguiente.

Como consecuencia, llevamos unos cien años haciendo encuestas sobre intención de voto omitiendo que antes del acto de votar, que es claro y distinto, porque según la ley no puede ser de otro modo, no hay ningún objeto que se le parezca. Lo que hay podría llamarse posición política, que puede o no traducirse en un acto de voto determinado. Y las posiciones políticas están con frecuencia sujetas a dos fenómenos característicos y mal conocidos. El primero es la borrosidad: una posición política está sólo parcialmente identificada con una oferta política; el segundo, es la bifurcación: una posición política puede dar lugar a cambios bruscos que hagan inestable esa posición en términos de una oferta electoral dada.

Lógica borrosa y catástrofes, dos enfoques necesarios para abordar el asunto de las encuestas y las posiciones políticas en relación con el voto futuro.