El impacto sobre los públicos, un enfoque sobre el eje riesgo-seguridad
Cualquier organización que opera en el mercado o en la sociedad, sea cual sea su naturaleza, interactúa con diversos públicos (los llamados stakeholders), que, de un modo u otro, tienen intereses involucrados en la relación con la organización. Esto es particularmente importante con los consumidores y usuarios.
Cuando una organización interactúa con un público, entra en conflicto o en sintonía con los individuos que lo integran. Por ejemplo, cuando presta un servicio y tiene fallos, lo que es inevitable que suceda en alguna medida, entra en conflicto en algún plano con los afectados; cuando todo va bien, entra en sintonía.
En el primer caso, se coloca en algún grado de riesgo con los afectados y, por tanto, en algún grado de riesgo con el conjunto del público; en el segundo, afianza su posición.
Ahora bien, conflicto y sintonía dejan huella en la experiencia del público con la organización, con sus productos, con sus servicios, con la marca. Y dicha huella va modelando sus actitudes y sus comportamientos futuros.
Por tanto, lo que importa del impacto que toda organización produce en un público es, en primer lugar, en cuánto riesgo está incurriendo y cuánta seguridad la está protegiendo. Una medida del riesgo y de la seguridad, o, lo que es equivalente, una medida de la posición de la organización en el eje Riesgo-Seguridad, es fundamental para evaluar la relación con cualquier stakeholder.
Cuanta información se produzca alrededor del impacto y de sus efectos debe estar ponderada por una medida en el eje Riesgo – Seguridad.
La percepción
Hay una larga tradición de medición del impacto que produce una organización en un público, desde la más sencilla y común, conocida como satisfacción del cliente, hasta la más compleja y reciente de la reputación de marca.
El generalizado interés por estas medidas se sustenta de manera implícita unas veces y explícita otras en la hipótesis de una secuencia breve y sencilla: interacción – impacto – percepción – efectos. Los efectos, obvio es, afectan a la compañía o institución interesada.
Para que no haya equívocos, afirmaremos desde el principio que, si bien el modo en que tales efectos se producen y terminan afectando a las ventas, o, en general, a la posición de una compañía o institución cualquiera, es más complejo de lo que da a entender la secuencia descrita, los efectos realmente se producen y realmente afectan a la compañía o institución, incluso si ésta no sabe del todo bien cómo. De no ser así, todo sería indiferente, lo que choca frontalmente con la experiencia.
En esta tradición, hay una constante metodológica: sistemáticamente, se define el instrumento de medida atendiendo a una necesidad del gestor, cual es la de actuar sobre una panoplia amplia y detallada de palancas en distintos niveles.
Esta necesidad, que es del gestor, se transfiere invariablemente a la medición, de tal suerte que se proyecta sobre el público la propia percepción de la organización. Así, la medición se basa en una detallada valoración del informante sobre una amplia y detallada matriz de aspectos del objeto de estudio, sea un servicio, un producto o una marca.
Lo cierto es que en ello hay algunas inconsecuencias fundamentales: la primera en el orden del propósito (¿para qué preguntamos a los públicos?), pues aparentando gran interés por la voz de los públicos ésta queda constreñida por la proyección de la percepción del que pregunta; la segunda en el orden de la metodología (¿por qué se pregunta algo y cómo se pregunta?), pues, en lugar de facilitar el flujo de la información que es importante para el informante, éste es tratado como un falso analista; la tercera, corolario de las dos anteriores, en el orden de la relevancia de la información, pues lo que así se obtiene está marcadamente degradado por la banalidad, por el error o simplemente por el ruido, por la aleatoriedad de las respuestas.
La percepción es un proceso cognitivo que tiene un enorme valor para conocer el impacto de cualquier actuación o presencia sobre cualquier público, siempre que el conocimiento resultante tenga el propósito de conocer una posición o, mejor aún, de modificar alguna expectativa, actitud o comportamiento.
¿Por qué? En primer lugar, porque la percepción es lo que en la mente de los sujetos está más directamente vinculado a la realidad. Los prejuicios, las imágenes, las ideas, tienden a distanciarse, por su propia naturaleza y construcción, de la realidad, pero no la percepción, salvo en la medida en que está mediada por las ideas mismas, que es una medida variable pero siempre parcial.
En segundo lugar, porque tiene unos elementos constituyentes y unas articulaciones que la definen de forma pertinente para su medición o representación. En este momento, nos vamos a fijar en una característica general, cual es que la percepción es, antes que nada, global. Suceden cosas y aquellas tienen un impacto más o menos acusado, siendo justamente lo “más o menos acusado” del impacto la primera cuestión relevante, antes que cualquier distinción analítica, que sólo posteriormente tiene lugar. Es decir, la percepción tiene un signo (es positiva o negativa) y se produce en un cierto grado.
Ahora bien, producido el impacto, se desencadena, tanto más perentoriamente, cuanto mayor sea aquel, un proceso de atribución causal y de reacción, un proceso de discriminación, por consiguiente, en el que es posible identificar diferencias en la interpretación.
Es importante tener en cuenta que los sujetos, por lo general, no hacen análisis sino interpretaciones. Incluso cuando su posición les obliga al análisis (típicamente, los analistas financieros cuando evalúan riesgos de inversión) hacen, además, interpretaciones. Se podría afirmar, incluso, que cuanto más crítica es una situación más se inclinan los sujetos a la interpretación.
Por razones evolutivas, estamos más preparados para la interpretación que para el análisis, aunque pensemos lo contrario: en la evolución de la especie, la segura y relativamente previsible vida contemporánea en los países desarrollados y en muchos en vías de desarrollo es una excepción, incluso en tiempo histórico, y la posibilidad de sentarse durante horas a analizar pros y contras una excepción de la conducta y la cognición humanas. Ninguna especie, inteligente o no, podría haber sobrevivido tanto tiempo sin un dispositivo eficaz para la decisión inmediata, que con una frecuencia abrumadora ha consistido en la elección entre huir y atacar, entre tomar algo para comer/beber o no, entre aparearse o no. De manera que siempre que algo perceptible sucede en nuestro entorno inmediato se produce un hecho no volitivo, nuestro cerebro elabora una interpretación y con ella nos disponemos a la acción.
Así es el proceso y tal como es debería ser medido, sin concesiones a la percepción del que tiene que gestionar todos los aspectos del servicio o de la marca, y es fundamental que la medida sea correcta para eludir el ruido y la irrelevancia en la información primaria. Pero no basta con eso, es preciso integrar la información en un modelo de distinción capaz de contribuir sustantivamente a buenas decisiones de gestión.
Para ello hay que volver la vista a la secuencia interacción – impacto – percepción – efectos. Recordemos que hemos dado por cierto que se producen efectos y que éstos afectan a las organizaciones involucradas. ¿Cómo y por qué?
Cuando hay interacción, por ejemplo, cuando un servicio colisiona con un usuario, podemos imaginar un suceso o conjunto de sucesos en términos descriptivos tales como: todo ha ido bien/algo ha ido mal/todo ha ido mal, o bien ha sido mejor de lo que esperaba/ha sido como esperaba/ha sido peor de lo que esperaba o bien esto confirma lo buenos/malos que son…
La observación de cuantas expresiones de este tipo podamos imaginar conduce a una estructura básica común, a partir del hecho de que en la colisión se producen o bien conflictos más o menos agudos o bien sintonía más o menos firme. Cuando todo va bien, domina la sintonía; cuando algo falla, tanto más cuanto más impacto tenga el fallo, se impone el conflicto.
Pero, el conflicto coloca al que lo produce en riesgo (con el usuario, por ejemplo), en tanto que la sintonía afianza su posición. Es así como la performance o la marca de cualquier compañía avanzan y retroceden continuamente en la construcción de su posición en el mercado, determinando su capacidad para generar ingresos a través de las ventas a lo largo del tiempo. Si esto es observable atendiendo a la percepción de los públicos, y si tenemos en cuenta que la percepción es casuística, correlativamente con los sucesos de los que procede, entonces es posible e imprescindible disponer de una medida en una escala de riesgo – seguridad, derivada de una cierta gradación de posiciones de conflicto y de sintonía.
Si la percepción es global y los sucesos a los que se refiere, en el campo que nos ocupa, están asociados a impactos negativos o positivos (conflicto o sintonía), que, a su vez, tienen efectos de riesgo o de seguridad en una población dada, necesitamos una medida que contenga tres elementos:
- En primer lugar, una frontera que permita deslindar posiciones de conflicto y posiciones de sintonía.
- En segundo lugar, un orden, de tal manera que para cada posición de conflicto sepamos si el conflicto es más o menos agudo que el asociado a cualquier otra posición; análogamente, nos debería permitir saber si la sintonía es más o menos fuerte que la asociada a cualquier otra posición.
- En tercer lugar, una medida numérica, una atribución de cantidad de riesgo o de seguridad, en último término una distancia matemática que nos permita, a partir de un origen, atribuir aquella cantidad de riesgo o de seguridad a las distintas posiciones ordenadas.
Percepción y satisfacción
La percepción siempre es inmediata, pero puede producirse directamente ligada a un hecho (un consumo, un uso de un servicio…) o actualizarse ante la presencia de un símbolo, típicamente una marca. En el primer caso, la percepción viene siendo reducida, en una suerte de equivalencia implícita, a satisfacción.
Pero, si lo que podemos afirmar es que cuando algo perceptible sucede lo que se activa es el proceso cognitivo de la percepción, ¿podemos asegurar que dicha percepción o lo sustantivo de la misma o lo más relevante se reduce a satisfacción?
La etimología de satisfacción es latina, satis, que significaba originalmente llenar, saturar. Por tanto, la satisfacción concierne principalmente al deseo y, debido al papel fundamental de este factor en el consumo y siendo el consumo cada vez más importante en la vida cotidiana de los públicos, la satisfacción deviene en parte fundamental de la percepción.
Empero, la percepción no puede ser reducida a satisfacción, pues siempre hay en juego al menos otras dos componentes: el valor, que tiene que ver con los intereses; y el cumplimiento de expectativas, que tiene que ver con el contrato o la promesa.
La satisfacción es la componente más inmediata y volátil de la percepción, apelando a emociones primarias, a menos que encuentre anclajes, en cuyo caso tiene un efecto directo sobre la imagen; en cuanto refuerzo de las identificaciones es un elemento más bien inmovilizador; los sujetos, a través de la satisfacción, se identifican por simpatía.
Las expectativas (realistas), derivadas del conocimiento y de la experiencia, ponen a prueba el contrato o la promesa asociada a un producto o un servicio y, como dimensión de la percepción, configuran una componente menos inmediata que la satisfacción, que se sitúa entre lo emocional y lo racional; los sujetos, a través del cumplimiento de sus expectativas se identifican por empatía.
El valor constituye la componente menos volátil, es del orden racional, aunque no necesariamente ajeno a las emociones. El valor no es una suma de buenas percepciones, sino que las focaliza y articula sobre un beneficio diferenciado. Una buena percepción de valor requiere una discontinuidad. El sujeto que percibe valor se identifica por interés y esta identificación es a la larga más potente que cualquier otra, pues es evolutivamente imprescindible. La otra cara del valor es el perjuicio, simétricamente demoledor, cuando es percibido.
Por tanto, si conocer la percepción de los públicos es una necesidad derivada de que el impacto que sobre ellos producimos retorna en efectos de valor para la compañía y, por tanto, nos conviene mucho lograr que sean positivos, desde el punto de vista de las dimensiones fundamentales de la percepción del consumidor o usuario necesitamos producir satisfacción, cumplir expectativas y producir valor, para lo cual debemos construir las medidas pertinentes, tal como indica el esquema anterior.
En el ejemplo representado en el gráfico, observamos cómo la variación del peso de la dimensión Valor es inverso respecto de la variación de la percepción global y se ajusta bien a una función logarítmica, es decir, decrece muy rápidamente en los valores más bajos de la percepción global, en los que es dominante (sólo por encima de 5 su peso cae por debajo de 1/3; recordemos que el peso total se distribuye entre tres dimensiones: satisfacción, expectativas y valor), para mantenerse en un rango menor de valores bajos en la parte alta de la escala de percepción. En este mercado, se podría decir que el riesgo se construye sobre los intereses (sobre el perjuicio, lo contrario del valor), en tanto que la seguridad se construye (si no se perjudica a los intereses) sobre las expectativas y la satisfacción. Se podría conjeturar que en general el perjuicio es incompatible con la satisfacción y el cumplimiento de expectativas y que tiene más capacidad que éstas para degradar la percepción gravemente; en otro sentido, expectativas y satisfacción acaparan la percepción más positiva, bien por ausencia de perjuicio o valor específico, bien por recubrimiento de este último.
La reputación de la marca: ¿Sólo valores? El impacto de la percepción inmediata
La más arraigada tradición venía tomando de las marcas casi exclusivamente su dimensión de símbolos. Su función más específica, la representación, empujaba a poner el foco de manera privilegiada sobre atributos intangibles, como si bastase a una marca ser capaz de construirse como puro símbolo portador de valores.
En las matrices que convencionalmente se usaban hace años, las llamadas, de asociación “atributo – marca”, apenas se consideraban componentes materiales o tangibles y cuando se incluían se hacía adjetivando atributivamente.
Del modo de medir la percepción que proponemos, que establece como necesaria la continuidad entre percepción del impacto e interpretación del mismo (¿qué tal? –impacto– y ¿qué pasó? –interpretación o atribución causal– en el caso de la percepción inmediata; ¿qué tal? –impacto– y ¿por qué? –interpretación o atribución causal– en el caso de la percepción mediata), se desprende empíricamente, sin embargo, que las fuentes de riesgo y de seguridad que podemos identificar a partir de la interpretación o atribución causal que realizan los públicos conciernen tanto a lo inmaterial o lo simbólico como a lo material o lo tangible.
Ciertamente, esto es plenamente consistente con la actual consideración de la marca como lo que contiene y recibe continuamente cuanto una compañía o institución hace y comunica, de tal manera que la marca ha dejado de ser únicamente una superestructura, una mera idea, para bajar a la tierra de la experiencia de los públicos. En realidad, la marca siempre ha tenido un pie en la tierra de la experiencia de los públicos, sólo que eso se postergaba fuera del núcleo del análisis.
Nuestra metodología, cuya garantía de relevancia descansa sobre la estructura del proceso cognitivo al que se refiere (del objeto de investigación que llamamos impacto) y específicamente sobre la dualidad conflicto – sintonía, que conduce al eje riesgo – seguridad, viene a mostrar de la manera más palmaria que, efectivamente, la reputación de la marca se alimenta de valores pero también de hechos y que el modo en que se distribuye el impacto entre unos y otros está directamente relacionado con el modo y el estado de desarrollo de los mercados.
Concretamente, nuestras mediciones sobre marcas en distintos sectores de actividad indican que las fuentes de riesgo y de seguridad pueden clasificarse siempre en tres grandes categorías: Oferta, Actuación, Valores.
En este caso no se trata de una imputación directa de impacto a dimensiones interdependientes, como era el caso de la satisfacción, las expectativas y el valor, propias de la percepción inmediata, sino de un modo estructural de clasificar las fuentes de riesgo y de seguridad en categorías independientes.
El interés de tal clasificación, además de la visión global y comparativa entre marcas que puede proporcionar, es que constituye una estructura develadora de mercados: típicamente, aquellos mercados en los que no hay o no ha habido históricamente competencia (transporte colectivo interurbano español, con monopolio en ferrocarriles, incluso actualmente, con monopolio en aviación hasta hace pocos años, con monopolio por carretera en cada itinerario) están dominados por la performance, con escaso desarrollo del impacto de la oferta y menos aún de los valores de las marcas.
Mercados más competitivos están dominados indefectiblemente por los valores, es decir por la dimensión simbólica de las marcas, la que absorbe efectos de la comunicación y contactos o experiencias con la marca, pero con interesantes variantes en relación con el impacto de la oferta. La oferta puede tener mayor o menor peso, pero siempre un peso apreciable en un mercado competitivo, generalmente superior al peso de la actuación, debido a que para competir es mucho más importante qué se hace que cómo se hace. Además, internamente, la oferta puede estar más o menos cargada por el impacto del precio, según que se trate de un mercado más o menos dominado por los productos commodity. O puede ocurrir que en la oferta tenga un peso importante alguna ventaja competitiva capaz de procurar experiencias significativamente valiosas o de conectar con determinados intereses centrales para los consumidores. Esto sucede en mercados en los que hay algún actor sobresaliente o en los que en general los actores innovan mucho.
La cuestión de la oferta es importante, precio al margen, porque su preeminencia sobre la actuación (qué se hace sobre cómo se hace), sin que esto suponga que las cosas se puedan hacer de cualquier manera (hay umbrales de calidad que son condiciones necesarias), muestra en los mercados más competitivos que lo decisivo es qué se hace, es decir, qué decisiones de configuración de la oferta se toman, de tal manera que si tales decisiones no son acertadas la inversión en calidad se pierde y si son acertadas, siempre bajo condiciones suficientes de calidad, pueden sobreponerse a fallos en la actuación, fallos que en alguna medida siempre se producen. Esto es suficiente, aunque también haya otras razones, para explicar por qué la apuesta del último quinto del siglo pasado por la calidad fracasó en gran parte y por qué la focalización actual sobre la marca como elemento que engloba cuanto cae bajo su influencia cobra cada vez más relevancia.
Aquí está involucrada también una pregunta que ha despertado mucho interés: ¿Cuánto influye cómo hacemos las cosas en nuestro negocio? Cuando se ha tratado de evaluar el impacto en el negocio de la percepción inmediata de los clientes (lo que comúnmente se viene llamando satisfacción) por lo general se han encontrado dificultades insalvables para llegar a resultados concluyentes y aceptables, pues el resultado más frecuente, a saber, no parece que haya un impacto significativo, al menos en una mirada hacia adentro en cada compañía, no se considera aceptable, no puede ser que hacerlo bien o mal sea indiferente en términos del comportamiento de los clientes.
Hay tres razones para que no se haya podido determinar con suficiente fiabilidad una medida de impacto de la percepción inmediata:
- En primer lugar, no se ha considerado el hecho de que la influencia de la percepción inmediata se activa de forma inmediata pero sobre todo se activa de forma mediata a través de la marca.
- En segundo lugar, el modo en que generalmente se mide la reputación de las marcas no permite cuantificar adecuadamente el impacto de las dimensiones involucradas en la percepción inmediata de los impactos sobre los clientes.
- En tercer lugar, la focalización de la percepción inmediata sobre la dimensión satisfacción y, su corolario, que es la omisión de la dimensión valor, aleja a los más concienzudos analistas de la posibilidad de cuantificar el impacto sobre el negocio.
Volviendo al eje Riesgo – Seguridad
Un producto, un servicio, en la interacción con el consumidor, tienen un impacto inmediato, que colectivamente es susceptible de ser observado casuísticamente y, por tanto, de ser medido. La medición de tal impacto no es directa, sino que concierne a la percepción; cuando de una marca se trata (una marca comercial, una institución, un país, un líder…), la percepción se actualiza en el momento de la medición, puesto que el impacto no es único, sino una sucesión de impactos en un proceso.
En cualquiera de los casos, la percepción tiene un signo y una intensidad y es representable en una escala ordinal o numérica. En la medición efectiva de la percepción a partir de la rememoración, que es el caso más general, sólo son practicables las escalas ordinales, incluso si sus categorías están representadas por números. Es decir, no podemos suponer que tales números representan distancias.
El signo negativo de la escala representa el dominio del conflicto y el positivo el de la sintonía, lo que conduce a un semieje donde se sitúan las posiciones de riesgo y a un semieje donde se sitúan las posiciones de seguridad.
Además, cerca de la frontera de ambos, las intensidades del conflicto o de la sintonía (las cantidades de riesgo y de seguridad) son pequeñas, en tanto que cerca de los extremos son mucho más grandes.
El gráfico anterior muestra un caso real, correspondiente al mercado bancario en el sudeste asiático. Podemos ver que la frontera ha sido fijada entre los valores 6 y 7 de la escala ordinal original, frontera que ha sido determinada con un algoritmo específico que también imputa valores (números reales) a cada posición de riesgo o de seguridad.
Esta transformación en si misma tiene un valor estratégico y un valor práctico evidentes, por cuanto permite, sobre la correspondiente muestra de consumidores o del público que convenga, agregar valores de riesgo y valores de seguridad en masas totales que definen de manera relevante la posición de un producto, de un servicio o de una marca. Tales agregados pueden ser redistribuidos a conveniencia, atendiendo a cualquier estratificación o segmentación del público de referencia.
En suma, si los agregados representan con garantía de relevancia una posición, cuya evolución podemos seguir con la frecuencia que más convenga, su distribución permite responder a tres preguntas fundamentales:
¿Dónde actuar?
No se puede actuar en todos los lugares, sean físicos o simbólicos, simultáneamente; y si se puede no se debe, pues es mucho más eficiente establecer prioridades.
Si distribuimos la masa de riesgo que hemos generado con un público determinado en subgrupos pertinentes de dicho público, de inmediato dispondremos de dos criterios combinados de jerarquización: habrá subgrupos (estratos o segmentos) que acumulan mayor proporción del riesgo total, y habrá subgrupos que acumulan mayor proporción del riesgo total que la esperada por su tamaño (medido en unidades pertinentes, sean demográficas o económicas o financieras o cualesquiera otras). Así, podremos concentrarnos con prioridad en subgrupos de alto riesgo absoluto y relativo y en subgrupos de alto riesgo relativo.
En el ejemplo, sólo los niveles extremos de facturación, el más alto, que aporta el 40% del negocio, y el más bajo, que aporta menos del 10%, tienen un balance positivo. Todos los niveles intermedios tienen un balance negativo. En este caso, está muy claro que hay que atacar al nivel medio alto (250 a 600 unidades monetarias), pues tiene el peor balance al tiempo que la mayor proporción del riesgo total. Y, en segundo lugar, hay que atacar al agregado de 75 a 250 unidades monetarias, sin descuidar la protección del segmento más alto, pues, pese al positivo balance que presenta, por su tamaño es muy importante para el negocio.
¿Sobre qué palancas actuar?
A cada posición de riesgo o de seguridad está asociada al menos una fuente de riesgo o de seguridad, procedente de la interpretación realizada por cada sujeto afectado. Por tanto, a cada interpretación codificada, esto es, a cada fuente de riesgo o de seguridad, queda asociado un volumen de riesgo o un volumen de seguridad. Así, podemos disponer de inmediato de una medida de la contribución relativa al riesgo total, por parte de cada fuente de riesgo, y, análogamente, de la contribución relativa a la seguridad total, por parte de cada fuente de seguridad.
Estas contribuciones relativas jerarquizan a las fuentes de riesgo, por un lado, es decir, indican qué nos está haciendo más daño y en qué medida; y jerarquizan a las fuentes de seguridad, por otro, es decir, indican qué está sustentando nuestra posición en el mercado y en qué medida. La evolución del peso de las fuentes permite anticipar amenazas.
En el gráfico de distribución del riesgo entre sus fuentes, en las que éstas están ya agregadas en grandes dimensiones, vemos cómo el Desempeño acumula más de 2/3 del riesgo total (por eso ésta dimensión sí aparece desagregada). Y, en cualquier caso, Contenidos y Fiabilidad acumulan ya más de la mitad del riesgo total.
Ahora bien, si la jerarquización que el primer gráfico nos procura es la más relevante desde el punto de vista del cliente, a la hora de actuar, puede ser necesario considerar un criterio interno, por ejemplo, organizativo o de responsabilidad, reclasificando las fuentes de riesgo (o seguridad) por áreas o departamentos, siempre sin perder la perspectiva del cliente, que es la prioritaria.
En el ejemplo, vemos que hay un departamento que, por su vinculación al desempeño, a lo que recibe el cliente, acumula más de la mitad del riesgo. Obviamente, a cada departamento se le debe informar de la jerarquización de las fuentes de riesgo que le conciernen.
¿Qué vigilar (fuentes críticas) y qué explotar (oportunidades)?
En nuestras herramientas de análisis de la percepción, los puntos críticos se determinan en función de su capacidad para producir impacto global. Es decir, no confiamos la selección y jerarquización de los puntos críticos a una escala de importancia atribuida por el público, sino a la observación de su capacidad para degradar o elevar la percepción global.
Para entender el modo en que se efectúa el cálculo, podemos pensar en una balanza cuyos platos están ya cargados (es fácil entender que tanto el riesgo como la seguridad tienen sendas resistencias iniciales a crecer, la percepción no produce efectos continuos), de manera que un objeto que pesase poco apenas modificaría la posición de aquellos, si bien podría hacerlo de manera ligeramente distinta en uno y en otro, mientras que un objeto que pesase mucho, aún con diferencias según la carga de los platos, sería capaz de mover mucho su posición al colocarlo en uno o en otro.
Se trata, por tanto, de prestar más atención a las fuentes en cuya presencia las variaciones del riesgo (en su caso) y de la seguridad (en su caso) son máximas, eludiendo descansar la atribución de importancia a las fuentes de riesgo y seguridad sobre la escasa y desigual capacidad analítica de los públicos. Es una operación estadística que tiene la misma naturaleza de la regresión (se basa, como ésta en la observación de las variaciones de una variable en presencia de variaciones de otras variables), pero sin los inconvenientes que la hacen impracticable cuando hay muchas variables e interdependencia entre ellas.
La jerarquización de puntos críticos es fundamental para proteger un servicio o una marca, por cuanto prevenir daños es más barato que neutralizarlos cuando ya se han producido, pero no tiene sólo esta utilidad, ya que permite también identificar oportunidades de mejora de la posición del servicio o de la marca. En efecto, si observamos una fuente con un cierto valor crítico, es decir, con apreciable capacidad para impactar, pueden suceder tres cosas:
- Esa fuente ya está produciendo un riesgo significativo y, por tanto, ya es objeto de atención como fuente de riesgo que debe ser neutralizada.
- Esa fuente ya está contribuyendo significativamente a la seguridad y, por tanto, ya es objeto de atención como fuente de seguridad que debe ser protegida para que siga contribuyendo positivamente.
- Esa fuente no está en ninguna de las dos situaciones anteriores. En este caso, tenemos algo con capacidad para impactar y no lo está haciendo. Así se define una oportunidad: puede producir beneficio y no está siendo explotada adecuadamente.
La posición de las marcas es bidimensional
La reputación es un objeto de la percepción, pero no uno cualquiera, pues si la percepción de las cosas que suceden y las cosas mismas están relacionadas de manera indudable, en el caso de los símbolos, portadores de reputación, no se puede hablar de percepción sin conocimiento y el conocimiento no tiene por qué ser directo. En consecuencia, construimos la reputación como producto de dos factores: la notoriedad y el prestigio.
En cada caso hay que definir qué entendemos por notoriedad, que alcanzaría su grado más alto en la experiencia misma (un consumidor) y su grado más bajo en el mero conocimiento del nombre. En prácticamente todos los casos, se puede trabajar con más de un indicador, por ejemplo:
- Experiencia directa de consumo.
- Experiencia indirecta, a través de personas próximas que tienen experiencia directa.
- Conocimiento no vinculado a la experiencia propia ni ajena (información, publicidad, etc.)
- Conocimiento del nombre de la marca
Sea cual sea el nivel de notoriedad que finalmente adoptemos en el análisis (o, mejor, para cada uno de los posibles), la posición de la marca quedará determinada, y será comparable a la de sus competidores, en un plano, por tres datos:
- % de notoriedad de la marca, transformado linealmente a una escala de 0 a 10
- Valor medio de prestigio de la marca, en una escala de 0 a 10
- El producto de ambos, cuyo máximo posible sería la marca ideal y tendría un valor de 100 (100 % de notoriedad, y 100 % en la máxima valoración), en relación con el cual podemos cuantificar la distancia de la marca con cada una de las competidoras.
Lo podemos ver en el ejemplo anonimizado siguiente, pero hay algo más. A finales del S XVII, planteado por el matemático Johann Bernoulli y resuelto simultáneamente por varios de los más importantes matemáticos de la época, incluido él mismo, quedó despejado el problema de la braquistócrona (del griego braquis, más breve, y cronos, tiempo; tiempo más breve). El problema plantea cuál es la trayectoria por la que el tiempo de desplazamiento de un sólido esférico, sin rozamiento, sería más breve, entre dos puntos, en un plano vertical, desplazado el segundo del primero verticalmente (hacia abajo) y horizontalmente, por la sola fuerza de la gravedad.
Pues bien, en nuestro plano, el lugar de la fuerza de la gravedad es la fuerza de los recursos que una marca dedica a mejorar su reputación. Cuando esta es la situación, podemos suponer que habrá una trayectoria óptima para desplazar a una marca hacia el ideal o hacia una posición de liderazgo, y esta curva, en nuestro plano, determinará en cada momento una cierta prioridad a la hora de mejorar la notoriedad o el prestigio. Acertar en esta cuestión supone optimizar los recursos para lograr la posición deseada y este es el objetivo al que ayuda el trazado de las braquistócronas (en términos matemáticos, cicloides) correspondientes a los distintos cambios de posición que una marca pueda considerar deseables.